El mencionado día el avión se elevó descabellado en Barcelona vía Bogotá con escala hasta Lima y como un parpadeo de pestañas llegué al Cuzco. Las mariposas volaban de todos los colores en mi corazón ante el color terracota y la primeras bellísimas sonrisas recibidas en el aeropuerto, alumbrando la tez morena de de las gentiles personas que vinieron a recibirme. Confieso que tuve que tomar aire unas horas para acostumbrarme al soroche, aunque la sensación de la altura todavía me otorgaba más alas. Quizá también se unía el vértigo, los nervios, la impaciencia... pero tras una noche de relajado sueño tomé el bus que me embaucó hasta Pomacanchi. Las llamas pastaban bajo la ténue luz del atardecer y la laguna se exhibía en su azul más vespertino. Al descender del bus me emocioné ante el recibimiento de Edwin, afanado en acompañarnos en la bici-carro para librarnos del peso del equipaje. Su sonrisa de hombre mayor en un cuerpo de niño me conmovió. Desde la plaza hasta la casa hogar, creo que caminé pisando algodones y no sabría encontra las palabras para expresar lo que sentí al cruzar el umbral de la puerta.
Tengo en el lugar más protegido de mi corazón las caritas de estos niños, me acompañan en las acciones, en los gestos, en las vivencias de mi día a día. Me han dado lo que necesitaba, esperanza, honestidad, dulzura... y muchos, muchos bailes...
Gracias mis niños.
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